¿Juega Dios a los dados?, por José Antonio Vergara Parra

¿Juega Dios a los dados?

Me gusta pensar que no, pero la realidad me ofrece pocas alternativas. La razón, junto a los sentidos, nos fue concedida por y para algo. Despreciarla sería tanto como una ofensa al Creador.

El mundo se ha hecho muy pequeño. Los medios de comunicación y las redes sociales nos hacen partícipes, en tiempo real, de la sinrazón de este mundo. Siempre ha sido así pero nunca como hasta ahora se nos había mostrado con tamaña claridad.

Desconozco los planes de Dios y no entiendo su quietud. Me esmero, de veras. Procuro entenderlo. Necesito entenderlo, pero, por más que lo intento, no hallo respuestas. Dicen que, como creyente, debería aceptarlo; sin más, abandonándome a lo irremediable. Tal vez tengan razón quienes bienintencionadamente así me lo aconsejan. Mas hay algo en mí, indomable e inquieto, que me impide seguir ese sendero. Turbulenta naturaleza la mía, pero me gusta sostener mi mirada en el espejo.

Todas las religiones, también la mía, intentan demostrar el reinado de la justicia, aunque algunas de ellas la conciban de una forma cuando menos pintoresca. Nos gusta creer que somos libres y que nuestras elecciones acertadas o erróneas serán, respectivamente, fructíferas o yermas. De este modo establecemos una relación de causalidad y, por tanto, de justicia entre el uso de nuestro libre albedrío y sus consecuencias. Para no dejar ningún cabo suelto, cuando determinadas realidades refutan la anterior afirmación, postergamos la administración de la justicia divina para la otra vida.

Observo, al menos, dos grietas en esa conjetura. El libre albedrío no ha sido concedido a todos los seres humanos. Millones de semejantes, a lo largo y ancho de la Historia de la Humanidad, nacieron ya condenados. Al hambre, a la enfermedad, a la guerra, a la esclavitud, al comercio de órganos, a la explotación sexual, al maltrato, a la soledad. Nunca tuvieron la más mínima oportunidad y nunca pudieron ejercer libre albedrío alguno. Demasiado tienen con sobrevivir cada día y sortear los gravísimos peligros a los que se enfrentan.

Luego razonadamente podemos aseverar que el libre albedrío es una falacia pues avatares en origen o sobrevenidos lo tornan en artículo de lujo.

Admitido el sufrimiento, injustificable y casual las más de las veces, intentamos darle un sentido trascendente, purificador y salvífico. No nos queda otra. Si así lo queremos, podemos disponer del propio sufrimiento como nos plazca, pero no debemos construir teorías y dogmas sobre el dolor ajeno, pues es impropio, desconocido y soberano.

El diablo no descansa. Urde las 24 horas del día durante los 365 días del año. No es rojo, carece de rabo y no empuña tridente alguno. Antes que hirviente, le presiento como un céfiro helado y maloliente que se adueña de cuantas entrañas y consciencias se ponen a tiro. Siente especial predilección por los gobernadores mundanos a los que torna en sátrapas. La inmensa mayoría de iniquidades lo fueron porque alguien con el debido poder así lo ordenó o permitió. Tan sencillo como terrible.

¿Qué hace Dios mientras tanto? San Ignacio cinceló una frase preciosa que me ha servido durante bastante tiempo. Decía algo así: “Dios no vino a eliminar el sufrimiento de este mundo, tampoco a evitarlo. Vino a llenarlo con su presencia.” No es poca cosa. En absoluto. Comparecido el sufrimiento (inexplicable y aleatorio), sentir SU abrazo y amparo representa la diferencia entre el miedo y la esperanza.

Pero, ¿por qué no da un paso más? ¿Por qué no coloca a sus ángeles allí donde se toman las decisiones? ¿Por qué no les inspira y guía? En espera del cielo prometido, ¿qué hay de malo en minimizar el mal de este mundo? Es decir; ¿por qué se posterga el cielo, al menos un cachito de él, mientras millones de semejantes conocen el infierno en la Tierra? Naturalmente que existe el infierno y está aquí abajo. Un infierno de lo más extraño pues se ceba con los que ningún mérito reunieron para ello, salvo que nacer en un tiempo y lugar equivocados sea constitutivo de pecado.

Siempre me gustaron las hogueras, pero no para chamuscar libros y herejes o brujas que sólo viven en las mentes de dementes. No, no, no. Más bien para quemar a los hijos de la gran puta por cuyas faltas expían los inocentes.

¿No dicen que somos demasiados? Pues comencemos por los asesinos, violadores, proxenetas y pederastas; por los traficantes de armas y drogas, por los mercaderes de órganos y de seres humanos, por los perros de la guerra, por los especuladores, por los mafiosos de seda y gomina, por los maltratadores y asesinos de mujeres, por los dictadores y tiranos, por las mentes que venden sus dones al mal. Por los corruptos que esquilman el dinero del contribuyente. Hay tajo para rato.

El mundo quedaría más anchuroso y apaciguado. Después, como a un calcetín, tendríamos que darle la vuelta para que a nadie faltase el pan, la educación, la asistencia sanitaria, la paz y la justicia. Los canallas volverían a brotar como las malas hierbas pues ya advertí que Satanás no se toma respiro alguno. Sospecho que la maldad es innata al ser humano pues no siempre es sobrevenida o inyectada por las circunstancias. Como ven, el libre albedrío también fracasa frente al mal.

Confío en la indulgencia del Altísimo por este desahogo que es justo y necesario; aunque rotundamente insuficiente pues sigo sin tener respuestas. Ninguna prisa tengo por ver la Verdad de cerca, pero espero que merezca la pena. Una parte de mí, irracional y díscola, no imagina a Dios jugando a los dados. Debe haber un orden para este caos y una sanación para tantísimas llagas. Soy afortunado; muy afortunado, pero no puedo apartar de mi mente el dolor ajeno que, en ocasiones, me roza a su paso. Nunca fui hombre de acción, pero puedo juntar cuatro letras con toda la dignidad me sea posible. La más excelsa prosa, los más sublimes versos no se trazaron con la tinta de una pluma sino con las vidas y testimonios de algunos de nuestros semejantes. Médicos, investigadores, bomberos, voluntarios, patrocinadores o misioneros llevan la esperanza a rincones lejanos e ignotos, salpicados por el olvido y una pertinaz desdicha. Tal vez éstos sean los ungidos y la prueba definitiva de que Dios, lejos de jugar a los dados, tiene un plan B. Tal vez nos esté invitando a seguirLE, a ver lo que los ojos no ven, a creer en lo increíble, a dejarnos tallar por su escoplo, a perseverar en la FE por poderosas y numerosas razones que lo desaconsejen. Si los mismísimos discípulos, que anduvieron junto a Él, dudaron, si el propio Jesús, en un momento de indescriptible sufrimiento, rechazó el cáliz, ¿qué debemos esperar de quienes nacimos 2.000 años más tarde?

No seamos tan duros con nosotros mismos, pero tampoco ignoremos la tarea encomendada. Cada uno de nosotros, en proporción a sus dones y circunstancias, está llamado a procurar un mundo más justo y humano. No hay tarea o empresa pequeña sino dispares carismas para dispares naturalezas. ¿Qué otra cosa, si no, podemos hacer?